viernes, 29 de enero de 2016

Ouija

Intentó concentrarse al máximo. Por lo visto, para el correcto desarrollo de su recién emprendida acción, era mejor así, o eso creía él. Un silencio casi sepulcral le rodeaba, en aquella vieja, ruinosa y abandonada estancia en la que se hallaba. El lugar era ciertamente pavoroso, pero tenía que ser allí, en su antigua casa. Su tensa y entrecortada respiración. Una oscuridad total. El rancio y húmedo holor de una habitación carente de ventanas que había permanecido más de treinta años cerrada. El áspero tacto de sus manos que de vez en cuando se frotaban brevemente entre sí para calmar el intenso frío reinante y al mismo tiempo, tratar en vano de tranquilizar su corazón, que latía frenético. Esas eran sus únicas sensaciones. Antes de comenzar, ignoraba lo que iba a suceder, pero solo una cosa rondaba su mente en ese preciso instante: lo iba a probar, costara lo que costara. Tampoco tenía nada que perder, y al contrario, podría ganar mucho a cambio. Durante un larguísimo período de tiempo estuvo dándole vueltas a la idea, pero lo detenían sus arraigados prejuicios, una educación eminentemente católica y por encima de todo esto, por qué no admitirlo, el motivo más importante: el miedo. Miedo a las consecuencias de sus actos. Excusas autoimpuestas. Al fin y al cabo, burdas y estúpidas excusas baratas que le frenaban para dar un paso que en el fondo de su ser sabía que tenía que dar un día u otro. Hasta hoy. Hasta ahora. Al final acabó comprendiendo que tarde o temprano, todos sus caminos iban a parar a la misma encrucijada. Una encrucijada, con la que tras varios rodeos finalmente se había topado. Por fin, hoy era ese día tan deseado, y a la vez tan temido. Antes de llegar hasta aquí, lo intentó una y otra vez, a través de terceros, de mil maneras diferentes, sin obtener mayor resultado que el rotundo fracaso y una angustiosa incertidumbre. La única conclusión que sacó de aquellos intentos fallidos, en los que por lo general sintió que lo estafaban, fue que Tenía que acometer esa tarea por sí mismo. En primera persona, sin contar con nadie. A solas. En el fondo, siempre lo supo. Todo comenzó una fría noche de invierno. Iba con sus padres, en un coche que ya apenas recordaba, debido a los añños que habían transcurrido desde ese fatídico día y a los reiterados esfuerzos que de manera inconsciente, su memoria hizo para borrar esa experiencia de su cerebro, así como también todos los detalles de la misma, o al menos, los máximos posibles. A pesar de ello, en su cabeza pervivían nítidamente los hechos. Unos sucesos que, como si se tratara de un bucle, lo atormentaban en sus más espantosas y frecuentes pesadillas. Él todavía no era nada más que un travieso y avispado chiquillo, muy normal para su edad. Dormitaba en el asiento trasero, mientras su padre conducía y su madre iba de copiloto. En la radio del pequeño automóvil sonaba un hipnótico tema de The Doors que repetía de un modo que parecía incansable una siniestra letanía, quizá una especie de presagio de lo que ocurriría segundos después. El siempre enigmático Jim Morrison, con su suave e inquietante voz cantaba "Riders on the storm". Una canción que tras el accidente de coche, no pudo escuchar nunca sin que un temblor inmenso recorriese todo su cuerpo de arriba a abajo. El choque fue brutal. No pudieron frenar a tiempo. Circulaban demasiado deprisa. Un camionero, que al parecer estaba borracho y que intentó darse a la fuga, se interpuso en lo que parecía una carretera totalmente despejada, poniendo fin a la música, a su infancia, a la felicidad, y a su tranquilo e inocente sueño. Los cuerpos de sus padres, que no llevaban puesto el cinturón de seguridad, fueron despedidos del vehículo, mientras él, que viajaba detrás y tumbado, resultó prácticamente ileso. De eso hacía ya treinta años aproximadamente, y todavía acudía a su mente como si hubiera pasado el día anterior. Los detalles variaban en cada sueño, eso era cierto, pero los hechos estaban impresos a fuego en sus neuronas, para torturarlo, para no dejarle dormir, con la dantesca imagen fija de sus padres saliendo disparados como dos proyectiles por las ventanillas del coche y tendidos posteriormente en la carretera, como dos fardos que alguien dejara olvidados en la cuneta. Justo antes de emprender aquella última empresa familiar, su padre le había anunciado varias veces que ese viaje iba a ser muy importante para ellos, pero nunca pudo explicarle el por qué, al igual que jamás consiguió conocer el destino a donde se dirigía con su familia en aquél fatídico día. No hubo tiempo. La muerte lo arrancó de su lado sin que pudieran intercambiar entre ambos más palabras al respecto, y en aquél momento, él era demasiado pequeño para recibir información precisa sobre ese tipo de cosas, aunque a decir verdad tampoco lo preguntó cuando tuvo la oportunidad. Desconocía que iba a ser la última, y en ese momento tampoco estaba tan interesado. Ahora, tras más de treinta años de infructuosa búsqueda, tras haber recurrido a multitud de espiritistas, adivinadores, médiums y videntes de todo tipo, tras haberse sentido engañado por muchos de ellos y confundido por los escasos datos que otros pocos pudieron darle, recurría a lo que siempre supo que tenía que haber recurrido. A contactar él mismo con sus padres, a través de un tablero Ouija. Sabía de los riesgos de la iniciativa. Previamente había leído varios libros especializados, que a falta de experiencia en la materia usó para documentarse. Al parecer, y según estas reconocidas fuentes, al intentar conjurar a un espíritu concreto a través de un tablero Ouija, cabía la temible e indeseable posibilidad de ser engañado, como apuntaba el parapsicólogo francés Alain E. Birkin, por demonios o entidades burlonas que tan solo quisieran mofarse de él o incluso poseer su cuerpo, su alma, o simplemente, divertirse haciéndolo enloquecer. En ese aspecto incidían también, aparte de Birkin, otros investigadores como el americano Roger Simons, quien avisaba en repetidas ocasiones en su afamado libro "Historia de la ouija: un camino hacia el otro mundo", ejemplar al que pudo tener acceso algunos días antes, que aquellos entes desconocidos realizaban todas sus maquiavélicas acciones sencillamente por puro y maligno placer. En resumen, todos los autores coincidían en que al jugar con la Ouija podría verse envuelto en cualquier situación nada desdeñable, antes de tener realmente la certeza de contactar con los espíritus de sus difuntos padres. Aún así, aceptaba el reto. Dentro de él había algo que lo guiaba, que le repetía sin cesar que justo aquello era lo que tenía que hacer, y que sus esfuerzos iban a verse recompensados. Transcurridas dos horas de larga y paciente espera, de repente, sin más, con la débil convicción de un vago presentimiento, tragó saliva, colocó la mano derecha sobre el tablero, puso su congelado dedo índice sobre el puntero de la tabla, y pensó una pregunta. Su mente, concretó una pregunta que nunca llegó a formular en voz alta. Todo su ser aguardaba con expectación lo que iba a suceder seguidamente. Sin embargo, el puntero no se movió ni con lentitud ni con decisión, como él hubiese deseado. Tampoco su mano se sintió arrastrada -al igual que él había presenciado en multitud de películas y documentales presuntamente verídicos-, ni sus dedos fueron orientados poco a poco a través de las letras, los números, los símbolos de aquél perverso juguete hasta componer algo inteligible sobre la pulida plancha metálica de la Ouija. Finalmente, tenía que asumir, de una vez y para siempre, que sus padres habían fallecido, que él nunca iba a poder desentrañar un misterio que llevaba años sin resolver, y que así quedaría, por los siglos de los siglos, sepultado con sus progenitores en la fría tumba de un cementerio de pueblo.

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